Hombre y blanco. Ése es el futuro votante que se le resiste a Hillary Clinton en su carrera a la Casa Blanca: ¿por el hecho de ser mujer, por haberse negado a ejercer simplemente de primera dama y haber luchado hasta ser senadora y Secretaria de Estado? ¿No les gusta una mirada que denota inteligencia, desafío intelectual, incluso superioridad? ¿Será por sus trajes de chaqueta sobrios, pocos femeninos, a años de luz de la imagen de la esposa norteamericana, siempre dispuesta a sonreír a su marido? El hombre blanco contra Hillary. Suena muy primario.
Boda. Se casaron los Clinton elegantes, los dos bellos, en 1975, Año Internacional de la Mujer. Ella, con pelo largo ondulado y vestido claro romántico, con bordados. Él, traje oscuro de raya diplomática y corbata roja de rombos. Ambiente de hippismo de clase media-alta. Por aquellos días caía Saigón, adiós a Vietnam. Arthur Ashe se convertía en el primer tenista negro en ganar Wimbledon. The times they are a-changin‘, muy poco a poco. Llamaron la atención los zapatos blancos abiertos de Hillary.
Mujeres. Ella tomó la palabra en la ONU, años 90, para decir que la historia de las mujeres ya no podía ser la historia de un silencio. Ha tenido que luchar incluso contra las mujeres de su clase, universitarias con experiencias en drogas lisérgicas, veranos en los Hamptons y sesiones de psiquiatra semanales; mujeres que hablaban bien de los negros, pero que decían que no estaban aún maduros para dirigir. En ésas llegó Obama y les cerró la boca.
Madurez. Hillary le dijo dos veces que no a Bill antes de casarse. No le veía maduro para el matrimonio, como se demostró después, pero quién está maduro para ese invento. Ahora se enfrenta al hombre blanco, quizá a Donald Trump, que acaba de retratarla en un vídeo ladrando como un perro. ¿Están los norteamericanos suficientemente maduros como para ver a una mujer como presidenta?