La primera gran demostración de la personalidad de Muhammad Ali, entonces llamado Cassius Marcellus Clay, no se da en septiembre de 1960, en Roma, cuando derrota al polaco Zigzy Pietrzykowski y conquista la medalla de oro del peso semipesado en el boxeo de los Juegos Olímpicos. Ocurre días más tarde cuando, desde el puente Jefferson County, lanza a las aguas del río Ohio la añorada presea.
Fue a un restaurante de blancos en compañía de Ronnie, su amigo, y no los atendieron por racismo. De nada valió mostrar la medalla y decir que era el orgullo de esa, su ciudad natal, Louisville (EE. UU.). Unos pandilleros blancos que estaban en el negocio pretendieron quedarse con la medalla como regalo para la novia del jefe de ellos. Ali y Ronnie huyeron, fueron alcanzados, combatieron a muerte y salieron airosos.
En el libro El más grande, mi propia historia, escrito por Ali y Richard Dirham, se relata que rumbo a casa, en el río, el joven se desprendió de la medalla, por única vez desde que la ganó, y Ronnie la lavó, con devoción, hasta brillarla. “Y por primera vez -asegura Ali- vi la medalla como lo que realmente era. Un objeto normal y corriente. Había perdido su magia. De repente, tuve clara conciencia de lo que quería hacer con aquella barata pieza de metal…”.
Una segunda demostración, con mayor resonancia, ocurre en 1964, tras ganar el campeonato mundial de los pesos pesados, convertirse al islam, entablar amistad con el más tarde asesinado líder Malcom X y adoptar el nombre de Ali (Cassius Clay era un hombre blanco que compró a su bisabuelo): la pelea con el Gobierno de EE. UU. por negarse a ir a la guerra de Vietnam. “A mí el Vietcong ese no me ha hecho nada”, fueron sus primeras palabras al diario Philadelphia Inquirer.
Llevaba nueve defensas exitosas, esplendor de su carrera, cuando perdió el título en el escritorio: le retiraron la licencia, lo sancionaron por cinco años, lo despojaron del pasaporte y lo multaron con 10.000 dólares.
“A mí ningún vietnamita me ha llamado negro”, diría en las concurridas conferencias que dictaba en las universidades de EE. UU. Era ovacionado por su lucha por la igualdad y su mensaje de paz, pero odiado por antipatriota. Seguía como figura. Y para evidenciarlo solía bajarse del auto y caminar para convertirse en la única persona capaz de paralizar la Quinta Avenida de Nueva York.
Norman Mailer, periodista que lo conoció bien, lo describe en el libro En la cima del mundo como “el mayor ego de toda Norteamérica… La encarnación de la inteligencia humana más inmediata que se haya visto hasta hoy… Ali es el espíritu mismo del siglo XX, el príncipe del hombre de masa, el príncipe de los medios”.
Angelo Dundee, su entrenador y quizás el mejor director técnico de bóxeo del mundo, le contó a este periodista de EL TIEMPO, en 1987, que los hechos adversos fortalecieron la personalidad de su pupilo. “En una ocasión, cuando aún no era campeón, me tocó intervenir ante unos policías que lo detuvieron por ser negro en su trote matinal”, dijo Dundee, en el gimnasio de la avenida Collins con la calle 5, en Miami Beach, establecimiento que hizo famoso Ali porque allí se preparó para ganar el primer título mundial.
Estuvo inactivo tres años y medio y reapareció en 1970, en Georgia, único estado sin Comisión Estatal de Boxeo. Luego la Corte Suprema, por decisión unánime 8-0, lo declaró inocente y dijo que fue injustamente vetado. Y aunque perdió el invicto en su tercer combate de regreso, cuando quiso reconquistar la faja ante Joe Frazier (su más encarnizado rival: sostuvieron tres peleas, incluyendo la última en Manila, considerada la mejor de la historia), nuevamente fue rey en 1974, al demoler en Zaire al temible noqueador George Foreman.
“Ali fue el más grande boxeador, pero también empleó la mente para acabar con sus rivales. Foreman sufrió con el famoso grito de los africanos de ‘¡Ali, bomaye!’ (¡Ali, mátalo!), como antes le ocurrió a Liston, a quien llamo oso feo y pregonó que el campeón mundial de los pesados tenía que ser apuesto como él. Eso es sicología”, nos comentó el cubanoamericano Ferdie Pacheco, médico que estuvo casi toda la carrera a su lado y quien le recomendó no seguir, años antes de que el mal de Parkinson, que hoy le aqueja, apareciera.
Diez defensas más y, a los 36 años, otra vez sin cinturón, al ser despojado por el joven León Spinks, en febrero de 1978. En septiembre de ese año toma desquite y se convierte en el primero en ganar en tres ocasiones el fajín de los pesos completos. Y dice adiós. Pero terco, regresa dos años más tarde. Larry Holmes, su antiguo ayudante del ring, lo noquea. Y después intenta de nuevo y también pierde, con el mediocre Trevor Berbick (marca: 56 éxitos y 5 derrotas).
“Como boxeador casi siempre empleó la táctica de vuelo como la mariposa y pico como la avispa. Fue un campeón como ningún otro en cualquier deporte. Un campeón con personalidad asombrosa”, comentó a este periodista su amigo de infancia, ayudante del ring y ex campeón mundial de la categoría, Jimmy Ellis, único en vencerlo como aficionado en Louisville, cuando le pregunté por el mejor boxeador de la historia.
En Bogotá realizó una exhibición el 14 de noviembre de 1977, con Bernardo Mercado, colombiano que estuvo cerca de disputar el título de la máxima categoría. El lunes 7 de noviembre de 1988, en el hotel-casino Caesars Palace, a donde había llegado para observar la doble titulación de su amigo Ray ‘Sugar’ Leonard, le pregunté sobre qué era para él Colombia deportiva. Con un ejército de escoltas protegiéndolo, cuando se marchaba, giró lentamente la cabeza y respondió: “Pambelé”.
Muchos medios con prestigio mundial como Marca (España) y la BBC (Inglaterra) lo escogieron como Atleta del siglo XX, por encima del futbolista brasileño Pelé. En EE. UU. no hay discusión de ello. Y dicen que Ali, que hoy llega a sus 70 años de nacido y guarda la medalla que el Comité Olímpico Internacional le restituyó en Atlanta 96 cuando encendió el fuego olímpico, es más que una institución deportiva.