La acusación de la fiscalía contra Lula es la más grave imaginable dentro del ya complicado panorama político brasileño: ser “el comandante máximo”, del escándalo de corrupción de Petrobras, el mayor desvío de fondos públicos en la memoria reciente de Brasil.
Como respuesta, Lula esgrimió su mejor arma: su personalidad campechana, la misma que hace que, siete años después de dejar el poder, aún sea el exmandatario más popular de la historia brasileña. Durante más de una hora, Lula gritó, recordó su paupérrima infancia y cómo lideró a la izquierda brasileña a lo largo de tres décadas de victorias, lloró repetidamente y bramó contra las élites brasileñas. “Creo que Brasil tiene poca gente con una vida más pública y más fiscalizada que la mía y eso desde que era dirigente sindical en 1978”, comenzó. “He ganado el derecho a caminar con la cabeza erguida. Prueben un solo acto de corrupción mía e iré andando a la comisaría como la gente va a [el centro de peregrinaje católico] Aparecida do Norte para pagar sus pecados”, añadió. Pero lamentó que la rueda de prensa de la fiscalía había sido un circo mediático. “Un país fuerte necesita de instituciones fuertes. Es como una familia: el padre siempre tiene que tener más responsabilidad que el hijo. Por eso quiero que la policía sea responsable”, añadió.