En este 2017 en que cumplen 50 años tantos momentos cruciales de la música, hay un lugar especial en las conmemoraciones para el primer disco de Pink Floyd.
Pocas veces en la historia de la música popular un primer disco ha dado tan pocas pistas y a la vez ha dicho tanto sobre el futuro de un grupo.
The piper at the gates of dawn es un álbum extraño para los fans duros de Pink Floyd, una anomalía inaugural, un pecado de (psicodélica) juventud impulsado por su primer líder, Syd Barrett, sin apenas puntos en común con la producción posterior del grupo.
Para otros, en cambio, es lo único salvable de los autores del Dark side of the moon, un viaje interestelar truncado en el momento anterior a convertirse en unos mastodontes del rock sinfónico con sus discos conceptuales de los 70.
La explosión de creatividad de los primeros Pink Floyd vino acompañada de un acelerado deterioro mental de Barrett, que un año después de la publicación de ‘The piper…’ abandonó el grupo.
Uno de sus amigos de la infancia en Cambridge, el guitarrista David Gilmour, ocupó su lugar, mientras Barrett se iba deteriorando con un comportamiento cada vez más errático, entregado al consumo de drogas y dejándose hundir en sus problemas mentales.
Tras publicar dos discos en solitario en 1970 con la ayuda de sus ex compañeros en Pink Floyd, Barrett fue apagándose, dejó de ser quien era y volvió a Cambridge a casa de su madre, donde vivió ajeno a su pasado y a su creciente leyenda de genio loco cuya bombilla se fundió de tanto brillar.
Sin otra actividad conocida que ir a comprar el periódico y hacer alguna visita médica para tratar su diabetes, Barrett apenas se reconoció cuando en 2001 la BBC emitió el documental ‘The Pink Floyd and Syd Barrett story’, sobre los primeros años de su antiguo grupo.
Se limitó a decir que sonaba “demasiado alto”, curiosamente lo mismo que los críticos más veteranos les echaban en cara cuando se convirtieron en la sensación psicodélica de aquel ‘swinging London’ de finales de los 60.
Barrett formó Pink Floyd en Londres en 1965 junto a Waters, a quien había conocido en Cambridge, el teclista Rick Wright y el batería Nick Mason.
Al principio se ganaron una reputación como grupo de ‘jams’, con sus largos desarrollos instrumentales tocados entre innovadores juegos de luces del artista Mike Leonard, quien les acogió en el sótano de su casa.
Syd probó el LSD durante una visita a Cambridge, y desde aquel momento supo que iba a ser la sustancia que marcaría aquella época.
En mayo de 1967, cuando estaban terminando de grabar el disco, Syd comenzó a ausentarse. Un viernes no se presentó en una grabación y al lunes, cuando le encontraron, parecía otra persona.
Sus compañeros decían que les miraba sin verles. En los conciertos se quedaba parado sin tocar la guitarra ni cantar.
Para suplir a Barrett y para que éste contase con el apoyo de un amigo, el grupo contrató entonces a Gilmour. Pero el joven músico estaba ya en un punto de no retorno.
“Sabía que habíamos superado el concepto de banda como grupo de hermanos. Ya no éramos eso y nunca volveríamos a serlo”, expresó.
“Lloraba por esa pérdida al mismo tiempo que por la pérdida de Syd como amigo y colega”, aseguraba Waters décadas después.
Antes de morir en 2008, Rick Wright sentenció: “Creo que es nuestro mejor álbum. Me encanta. Las letras, pero también las melodías, cómo van fluyendo”.
Durante la grabación del álbum, al grupo se le ocurrió invitar a Barrett. Cuando apareció en la sesión de “Shine on…”, nadie le reconoció. Se había afeitado la cabeza y las cejas, y pesaba más de 100 kilos.
“Estaba dando saltos, cepillándose los dientes, fue algo horrible. Roger se echó a llorar. Creo que los dos estábamos llorando. Fue un golpe muy, muy duro”, lamentaba Wright de aquella idea.
Fue la última vez que le vieron. Pink Floyd siguieron su espiral ascendente entre tensiones cada vez más fuertes hasta que Waters dejó el grupo en 1985.
Ajeno a todo aquello, Barrett siguió en su destierro interior hasta su muerte en 2006.