Lo obvio acostumbra a pasar inadvertido. Lo obvio, en el caso de unos Premios de Cine, es obviamente el cine. Y quizá por puro ejercicio de obviedad, la gala que hacía que los Goya cumplieran su 30º aniversario se esforzó desde el primer minuto en pasar completamente inadvertida. Pero, y aquí las malas noticias, por accidentadamente obvia, que no por lo que debía (es decir, el cine). No sé si nos explicamos.
Y ello pese a todo: pese a Preysler, pese a Vargas Llosa, Pese a Juliette Binoche y Tim Robbins, pese a Penélope Cruz y hasta pese al esmoquin de Pablo Iglesias. Aquí, foto. Quería ser histórica y no. Ni historiada siquiera. El monólogo introductorio de Dani Rovira, entre inconexo, perdido y sencillamente tosco (hubo hasta fallo de micro), dio la pauta de todo lo que vendría después, que, básicamente, sería una interminable sucesión de números inconexos, perdidos y, definitivamente, tristes. Exceptuamos a Serrat, claro.
Y así las cosas, la noche dejó el ladrido de un perro. Tal cual. Eso es ‘Truman’, título de película y nombre de can. Nada más. El agónico, limpio y vibrante grito callado de un animal con alma de metáfora. Eso o, mejor, una metáfora que ladra. Ella fue elegida la mejor película, y su director y guionista el más brillante este año de cuantos se sentaron en el Hotel Auditorio. Y justo es que así fuera. Y aquí sí, nos pongamos como nos pongamos, ganó el cine.
Obviamente.El trabajo de Cesc Gay se alimenta básicamente de la palabra; del tumulto de las conversaciones echadas a rodar sobre la retina. La cámara se mueve sobre los rostros de los personajes sólo pendiente de cada inflexión de la voz. La carga de la prueba siempre descansa en el trabajo de los actores. Y aquí lo que ofrece ‘Truman’ es una intensa, trágica, divertida por momentos y siempre resplandeciente exhibición de unos intérpretes al límite de casi todo. Por ello, para esta historia que habla de muerte, de vida y de vida al borde la muerte fueron los Goya también a los actores, a todos ellos: Ricardo Darín y Javier Cámara.
Los dos se levantan como dos gigantes, como dos heridas en medio de la pantalla. Son dos y parecen ciento. En total, para aclararnos, cinco ‘goyas’.A su lado, la gran favorita ‘La novia’, esa lectura exageradamente lorquiana del propio Lorca se tuvo que conformar con dos premios. Partía como la elegida por los dioses (y los académicos) con 12 nominaciones y no pudo ser. Para el trabajo dirigido por Paula Ortiz fueron los galardones de fotografía y actriz de reparto; es decir, para Miguel Ángel Amoedo y para Luisa Gavasa. Los dos difícilmente refutables.
Exactamente igual que certeros las cuatro menciones técnicas para ‘Nadie quiere la noche’. No en balde, La cinta dirigida por Isabel Coixet y con Juliette Binoche dentro es la única de todas las producidas en España que ha estado en la sección oficial de un festival internacional. Inauguró la Berlinale.Y así, la noche empezó entregada a celebrar su primer héroe. No era el presentador, desde luego. Lucas Vidal, músico, se entusiasmaba al pasar del cero al infinito en dos entregas. Para él fueron las menciones a mejor canción original, en compañía de Pablo Alborán, por su trabajo en ‘Palmeras en la nieve’, y por la música de ‘Nadie quiere la noche’. Acto seguido, se emocionó Miguel Herrán, actor revelación por ‘A cambio de nada’, y con él todos. De su mano, de su encendido agradecimiento a Daniel Guzmán, que además de director es la imagen en la que se mira su personaje, vivimos el momento que toda noche emocionante desea.Este último, Daniel, también se hizo con el premio a director novel. La película, que ganó en Málaga, es algo más que el esforzado ejercicio de un debutante, es la más entregada descripción del primer aliento, del primer paso entre la adolescencia y lo que viene después; un esfuerzo de cine visceral ejercido al borde mismo del precipicio. Es así. Entre la poesía primitiva de Pasolini y la tosquedad naturalista de Eloy de la Iglesia, Guzmán encuentra su propia voz: limpia y pura. Lástima que la octogenaria Antonio Guzmán, abuela dentro y fuera de la pantalla, no se llevara el premio a la revelación. Fue Irene Escolar por ‘Un otoño sin Berlín’.
Y bien estuvo. También por obvio. Y entremedias, Natalia de Molina por su descomunal trabajo, muy por encima de la propia película, en ‘Techo y comida’. Obviamente.Por lo demás, la noche apenas dejó, y de nuevo, la tozuda certeza de casi todos los años. ¡Qué complicado resulta armonizar la emoción de unos premios con un espectáculo libre del castigo del tedio! Rovira, salvo pequeños apuntes, estuvo siempre fuera de registro atado a un guión sin brillo. No se podía hablar de política (recuerden, el escándalo de la taquilla) y así lo escenificó el planísimo discurso de un presidente que a lo máximo que se atrevió es a reclamar un pacto de Estado para el cine. Casi bochornosa fue la carrera a ninguna parte del último tramo de la gala. Los discursos se fueron más que cortando interrumpiendo en un alarde de atolondramiento rara veces visto. Y así.Lo obvio, decíamos, acostumbra a pasar inadvertido. Y así, la obviedad de la torpeza acabó por arruinar el brillo de una gala que quería ser diferente, única, tal vez histórica. Menos mal que quedó ‘Truman’. Eso y la rareza de un esmoquin. Pero eso es otra historia.