Bahía de Oyster Harbour (Australia), principios del siglo XX. Las praderas de Posidonia crecen entre aguas poco profundas, cubriendo buena parte de la ensenada. Ochenta años más tarde, la presencia de estas plantas es testimonial. La capacidad del ecosistema para capturar dióxido de carbono se ha reducido sustancialmente. Todo ello a causa de la deforestación y la llegada de tierra erosionada al fondo marino, según un estudio publicado en la revista Global Change Biology.
¿Qué sucedió? El estudio sitúa el inicio de la historia a principios del siglo XIX, con la fundación de la ciudad de Albany por los colonos europeos. Con ellos llegó la agricultura y la deforestación de los bosques circundantes. El suelo erosionado se acabó depositando en el estuario. “[Con los sedimentos] aumenta la entrada de nutrientes y partículas en suspensión en el agua. Si hay mucha más materia en suspensión no llega suficiente luz al ecosistema, y los organismos que viven más arriba absorben los nutrientes”, explica Pere Masqué, investigador del Instituto de Ciencia y Tecnología Ambientales de la Universidad Autónoma de Barcelona. Un equipo de científicos de este centro y la Edith Cowan University de Australia, liderado por el profesor Óscar Serrano, realizó el estudio.
También se filtraron al mar residuos de la actividad agrícola como el fósforo y el potasio. En concentraciones excesivas para las praderas marinas. De 150 a 350 miligramos de fósforo por gramo de materia entre 1900 y 2012; y de 500 a 900 miligramos de potasio por gramo de materia durante el mismo período.
Pese a los cambios en su entorno, los bosques de posidonia pudieron adaptarse sin demasiados problemas. Hasta 1960. Entre ese año y 1980 el 80% del área cubierta por estas plantas –entre 6,1 y 6,7 kilómetros cuadrados– desaparece a causa del aumento de la contaminación. En los últimos años, sin embargo, un proyecto de replantación ha permitido recuperar parte de la masa vegetal perdida.
Para estudiar la historia de las praderas marinas, los científicos clavaron tubos de plástico en el subsuelo marino. Con ellos obtuvieron muestras de fondo marino de varias decenas de centímetros de profundidad. Lo suficiente para llegar hasta 600 años de antigüedad, aprovechando que los sedimentos más antiguos se encontraban más abajo. “Una vez extraído, lo seccionamos con una sierra circular y tomamos las muestras para el estudio”, explica Serrano, investigador de la Edith Cowan University.
¿Qué implicaciones tienen los hallazgos para el cambio climático? Por un lado, las plantas de posidonia retienen el dióxido de carbono en mayor medida que las plantas acuáticas de menor tamaño, como el fitoplancton. Por otro lado, “del orden del 50% del carbono queda retenido en la propia planta, y una vez esta muere queda enterrado [en el subsuelo marino]”, explica Masqué. Esto permite a las praderas marinas retener el gas de efecto invernadero “durante cientos de años o milenios”, añade el investigador. Una capacidad de almacenamiento superior a la de los bosques, como explicó Carlos Duarte, catedrático de Ciencias Marinas en la Universidad King Abdullah de Arabia Saudí.
Si estos bosques marinos decaen, por tanto, no solo disminuye su capacidad para absorber el gas de efecto invernadero. “Todo este carbono puede quedar remineralizado [al volver a entrar en contacto con el agua], pasando a formar parte del CO2 atmosférico”, avanza Masqué.
Es posible recuperar estos ecosistemas. De hecho, la propia bahía de Oyster Harbour es el escenario de un proyecto de replantación. Sin embargo, las praderas submarinas requieren un cierto tiempo de recuperación –cerca de 20 años, según un estudio publicado en la revista Journal of Ecology– para volver a su estado anterior.
En caso de que la mano humana no intervenga para reparar aquello que alteró, la capacidad de recuperación depende en buena medida del entorno. Otro organismo puede colonizar la zona, absorbiendo los nutrientes y la luz solar, dificultando la vuelta de las plantas. Por otra parte, los bosques de posidonia retienen el fondo marino con sus raíces. Y, como con cualquier entorno desertizado, la ausencia de masa vegetal conduce a la erosión del terreno. Así que si “el ecosistema se erosiona [en exceso], la planta no puede echar raíces en este lugar”, concluye Masqué.