viernes, noviembre 22, 2024

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La revolución del Banksy hondureño: “Hacer esto era muerte segura”

No es fácil caminar tranquilo por Tegucigalpa. Algunos, de hecho, apodan Tegucicráter a la capital de Honduras: un agujero oscuro, abisal, donde es más común encontrarte a niños adictos al pegamento que deambulan para conseguir unas monedas que a un grupo de ancianos platicando en un banco.

Vale. No es Alepo. No es Mosul. No es Lagos. Pero acojona. En las calles suele acechar ese temor de película de intriga. Se siente el caminar apresurado a plena luz del día, el ratoneo de piernas en cuanto empieza a caer el sol y el vacío opresivo cuando la noche inunda las calles. Entonces, hasta salirse a fumar un pitillo supone un deporte de riesgo.

Con este panorama, avalado por más de 5.000 muertes violentas anuales, es posible que las pintadas en sus muros sea lo que menos preocupe a la población. Pero, como en aquellos aforismos encontrados por Eduardo Galeano en las paredes, sus estampas nos devuelven una realidad incómoda.

Un grupo de jóvenes artistas se está encargando de eso. A la cabeza, el Maeztro Urbano, un grafitero de 31 años, dos hijos y rostro tapado que responde al problema de las pandillas en Honduras cambiando sus carteles por mensajes contra la violencia o la falta de libertad. Se juega la vida porque pinta en territorio de mara, pero es su forma de hacerle frente al imperante ver, oír y callar en un país en guerra no oficial.

Calza gorra calada, Marlboro en comisura y pantalones moteados que le permiten cargar esprays, máscaras y cajetillas de tabaco sin problema. Se mueve a plena luz del día con ese tumbao que llaman guapura. Habla en escopeta, mirando al frente y con una familiaridad de colega. El compadreo comienza desde la furgoneta en que recorremos las obras de este artista que, a tenor de cómo lleva su vehículo, da más la imagen de un ñapas.

«Lo nuestro siempre ha sido protesta. Bien combativo. Directo. No tiene que ver con lo bonito sino con lo que dicen», suelta entre caladas, prestándose a cualquier pantomima. Ahora se cubre el rostro con una braga pintada con nariz de payaso. Ahora usa una mandíbula de calavera. Ahora se agacha y trastea con los botes. Simula lo que de verdad hace por la noche. Cuando casi nadie se atrevería a pisar el asfalto.

Las pandillas y las autoridades son su enemigo. A estas últimas también se enfrenta desde joven. «Son corruptas, oprimen, no acaban con la desigualdad de género», cuenta. «Hablar de eso te acerca a la gente. Es una forma de enseñarles, de reinventarse», sostiene con uno de sus murales de fondo. En este caso, un puño que rompe la argolla de la censura. «En Honduras se ha tratado a la violencia con violencia. Con manodurismo. Eso sólo genera más de lo mismo. No educa. No previene».

Los datos le avalan: por muchas medidas que hayan tomado desde arriba, el país centroamericano registra unos índices inauditos de sangre. En los primeros siete meses de 2016 ya alcanzaba la grotesca cifra de 2.917 homicidios. La culpa, una guerra sin tregua con las maras, pandillas organizadas en células barriales que se matan entre ellas por el sencillo envite del valor, de la derrota, del poder.

En Honduras, como en el triángulo formado por El Salvador y Guatemala, las principales son dos: Barrio 18 y la MS13 o Mara Salvatrucha. Ambas proceden del éxodo estadounidense. Se formaron, crecieron y se profesionalizaron en Los Angeles y retornaron a una tierra yerma de arraigos. Sin las vigas familiares, sin instituciones sólidas y manchados de tatuajes con los que infundir temor.

Desde entonces, finales de los años 90, las calles son suyas. Su único motor, el odio. Y su manera de manifestarlo, los muros. «Hasta ahora las paredes eran de las pandillas. Ellos ponían sus placazos (siglas) para marcar su terreno. Hacer algo encima era muerte segura», relata Maeztro Urbano, poniendo un caso reciente: pocas noches antes, un varón fue encontrado inerte junto a su casa; se le había ocurrido pasarle brocha a su fachada, con un MS en negro, y le hicieron borrarlo para después darle plomo.

Él también coqueteó con la delincuencia. A baja escala. Por una rebeldía adolescente que le llevó por varias comisarías hasta que su madre le apuntó a un curso de pintura. «Me metía en muchos líos por cosas menores. Con los dibujos cambié y pasé a la Escuela de Bellas Artes», comenta. De ahí a Publicidad, adquiriendo las aptitudes del artista y del lenguaje comercial. Y mamando logos y vídeos hasta que se lanzó a la «intervención urbana».

Resuena el nombre de Banksy, su máximo referente. «Es mi mayor influencia y se reconocen sus técnicas, pero a mí no me gusta firmar mis obras. Así la gente se apropia de ellas», adelanta frente a alguna de sus acciones. En este caso, varias señales de tráfico con toques que cambian el significado original, como poner a dos hombres cruzando de la mano o a una mujer llevando un carro para la construcción. La finalidad, aduce, versa sobre los mismos pilares de siempre: libertad sexual, lucha por la igualdad, respeto.

¿Funcionan? «Creo que mi trabajo es un chispazo. Sé que no van a cambiar las cosas, pero crea conciencia. Y eso siempre es el principio de la revolución», contesta. Del centenar de obras que ha realizado a lo largo de una década, apenas quedan 10. El gobierno ve los grafitis como daños al espacio público. Y los elimina. Tampoco les gusta tener de cara a la gente lemas como «La educación es el arma de los pueblos y abono de los ejércitos de la libertad» que, quizás, prendan la llama de la revuelta.

Ya lo hicieron en Leticia de Oyuela, Clementina Suárez o Mercedes Agurcia, tres hondureñas que desbarataron el orden establecido mediante la abogacía, la poesía o el teatro y cuyos rostros hoy están impresos a unos pasos del centro. Han salido del colectivo del Maeztro Urbano, donde destaca una de sus compañeras, Mayki Graff. Integrante de un grupo de grafiteras, Dolls Clan, esta chica de 22 años ha encontrado en el espray y las plantillas el altavoz para denunciar «los esquemas del sistema».

Su desahogo bebe del rap, que también practica. De ahí los bombazos de colores de esta joven, primera mujer hondureña en lanzarse a pintar. «Hay quien nos mira como vandalistas y quien lo hace como artistas, que es lo que somos realmente», sostiene. «El grafiti en sí mismo es una protesta por el solo hecho de salir a la calle y expresarse contra la corrupción o por el feminismo».

Mayki Graff recuerda sus inicios, hace un par de años, y atestigua el avance de este arte urbano en esta región del mundo. «Cuando empecé era la única chica y había grafiteros que ya llevaban ocho años», dice. «Ahora somos unas 10 y el interés ha crecido de forma exponencial». En círculos reducidos, el país ya habla de sus banksys patrios.

De madrugada, sin embargo, un olor acre se extiende por los muros de Tegucigalpa. El aviso de la bajada del sol afila las suelas. El heterogéneo linaje de los desharrapados busca su guarida. Y las paredes permanecen en expectante silencio. Ruje el cráter y todo se hunde. Es la hora del Maeztro Urbano y sus camaradas. «Los domingos muy temprano y la noche son el mejor momento. Los guardias no salen o están cansados», advierte.

Pasar esas horas pintando es, desde luego, más arriesgado que fumar un cigarrillo. La suerte está echada. Porque no estaremos en Alepo ni en Mosul ni en Lagos. Pero acojona.

Tomado de: El Pais

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