El TDAH es lo que hace años se denominaba disfunción cerebral mínima y afecta a cerca del 6% de la población infantil (los adultos también lo sufren, pero no lo manifiestan de un modo tan evidente). Los síntomas más evidentes son la hiperactividad, la impulsividad y la falta de capacidad para mantener la atención. Se suele asociar al niño que no se está quieto, no calla o no para de hacer ruido cuando no resulta adecuado, no hay motivo aparente, ni objetivo ni constancia.
Dado que los tres síntomas principales son en parte características propias de la infancia, no es fácil diagnosticar esta dolencia, pese a que se conoce desde hace más de un siglo –y se estableció su definición en los manuales DSM, los catálogos mundiales de enfermedades, en 1980-. Por ello, no hay un método analítico infalible para diagnosticarlo.
El criterio más al uso es que esos tres síntomas se manifiesten de manera desproporcionada en comparación con el resto de niños, que se produzcan en más de un ambiente (escolar, social, familiar…) y que no sean debidos a otro problema médico, tóxico o psiquiátrico.
Hoy se ha convertido en un problema prevalente en las consultas de neurología infantil, hasta el extremo de que las autoridades sanitarias de Estados Unidos vienen alertando desde hace años del excesivo aumento de los diagnósticos de TDAH en los menores de cuatro a 17 años.