viernes, noviembre 22, 2024

Top 5

Más Noticias

Rubén Blades: ‘Donald Trump me recuerda a Mussolini’

El jueves pasado concluyó la Convención del Partido Republicano de los Estados Unidos con la nominación de Donald Trump como candidato a la presidencia por ese partido, para las elecciones de noviembre de este año. Como colofón de la Convención, Trump dio su discurso de aceptación.

Las reacciones a favor y en contra reflejan lo esperado: los simpatizantes demócratas, en contra de todo lo que expresó y los seguidores republicanos, algunos a favor y otros mostrando abierta indiferencia a su figura, o incluso sugiriendo que no votarán por él.

Lo que debe resultar obvio es que nada va a continuar igual para ese partido, después del espectáculo expuesto en las pasadas primarias republicanas.

Los argumentos utilizados por Trump durante la campaña, esgrimidos como si fueran un bate de béisbol, fueron devastadores para figuras con influencia y peso dentro del partido y sus estructuras de poder.

Jeb Bush, Marco Rubio y Ted Cruz, para nombrar a tres aspirantes, fracasaron en alcanzar la nominación y se han visto relegados a un tercer plano de importancia. El partido en sí ha sido sacudido por el improbable triunfo de Trump, y las repercusiones totales de esa sorpresiva realidad están por verse.

Durante la Convención, el candidato republicano no se desvió de la fórmula que lo ayudó a obtener el triunfo dentro de su partido.

En su intervención, una de las más largas en la historia de estas convenciones, una vez más hizo ostentación de una tortuosa retórica, acompañada por una frecuente falta de apego a los hechos, utilizando esas inexactitudes y abiertas falacias para describir la realidad de Estados Unidos, en una versión apocalíptica que en muy poco se corresponde con los hechos.

Su narcisismo y el contenido de sus pronunciamientos me recordaron en ocasiones a Benito Mussolini, y a la retórica fascista de la década de los treinta, quien aprovechó el descontento mundial provocado por los problemas económicos de la era para introducir una nueva versión de gobierno totalitario, fundamentado en una política populista, arropada bajo un falso patriotismo.

Escuchando los comentarios que hacían comentaristas de televisión sobre la presentación de Trump, algunos de ellos republicanos, me pareció que muchos continúan pretendiendo negar la realidad del nominado, rehuyendo su responsabilidad por haberlo ayudado a alcanzar la posición que ahora deploran.

En estas elecciones primarias, Trump obtuvo 14 millones de votos, cifra que representa la mayor cantidad de votos alcanzada por un candidato de ese partido en un evento de carácter preelectoral.

El hecho claramente indica que los votantes que acudieron a las urnas lo hicieron porque encuentran en la figura de Trump una voz y representación que consideran inexistente en las otras figuras, esos que compitieron por la nominación amparados por los usuales postulados de la partidocracia de corte tradicional.

Este punto parece casi soslayado por muchos analistas políticos. Trump es el resultado, corregido y aumentado, del estilo de politiquería llena de mentiras, exageraciones, racismo, mito y exclusión social que han practicado los republicanos y sus aliados por décadas.

Lo que nunca fue considerado, en el ejercicio de esa manipulación corrupta de la verdad, es que los inventores podrían perder el control del monstruo creado por ellos. Cuando intentaron reaccionar, ni siquiera Fox News pudo evitar el ascenso del renegado.

Desde que Lyndon Johnson perdiera a los demócratas del sur, al apoyar la necesidad de legislación que garantizase derechos civiles a la población negra estadounidense, Estados Unidos ha sido una nación dividida emocionalmente pero unida artificialmente por la Constitución y las leyes vigentes.

Durante distintas elecciones, los dos partidos políticos, Demócrata y Republicano, continuaron disputándose los votos mediante la adopción de plataformas filosóficas que diferían en cuanto a la proporción de su oferta de solidaridad social, pero que resultaban extrañamente semejantes en cuanto a su distanciamiento de las necesidades y realidades internas de la población.

Ese proceso, que ignora tal exigencia social y espiritual, pretendiendo sostener el statu quo al imponer simples paliativos, sin entrar verdaderamente a discutir la interioridad de las emociones que la sustentan ni enfrentar honestamente su frustración, es lo que ayudó a producir la viabilidad electoral de figuras como Barack Obama, Bernie Sanders y, ahora, Donald Trump, todos inicialmente considerados improbables candidatos a la presidencia de su país.

Esta corriente de cambio popular se ha gestado desde hace tiempo de forma casi imperceptible para la sociedad estadounidense.

Con pocas excepciones, los medios difunden noticias definidas por intereses especiales, de dueños y de anunciantes, y la población es periódicamente distraída con entretenimientos, falsas apariencias y reportes de orden y progreso.

Es más, la irrevocabilidad del cambio ocurrido parece no haber sido registrada aún por estos dos partidos, no obstante los resultados que a partir del triunfo de Barack Obama indican una alteración de la conducta esperada del votante usual.

Es probable que una tercera fuerza política surja en Estados Unidos en los próximos diez años, alternativa que expondrá públicamente temas que hoy no se discuten por razón de la denominada political correctness.

Los efectos que producirá esa nueva fase de examen de la realidad nacional y política son impredecibles. Las consecuencias, a nivel nacional e internacional, serán inicialmente abrumadoras.

De esa exposición surgirá seguramente una fea verdad, oculta la mayor parte de las veces y otras veces maquillada para ser expuesta cada cierto tiempo, pero sin revelar su interior: Estados Unidos hace tiempo dejó de ser el país que dice ser.

Las contradicciones en que ha vivido y vive hoy, política y económicamente, no pueden ya ser sostenidas ni apoyadas por la simple retórica.

La diversidad cultural y racial de su población y los nuevos intereses introducidos y definidos por esta escapan a la manipulación política tradicional y a una interpretación maniquea clásica.

Lo que era convencional, como lo ha probado esta Convención Republicana, ha dejado de serlo. El nuevo orden de cosas que Trump representa es sustentado por una apelación a la angustia y al miedo de aquellos que sienten que su país se les escapa de las manos, de los que no aceptan la noción de una ‘América diversa’, de los que necesitan culpar a otros por sus fracasos o por la deriva de sus expectativas, aferrados a la nostalgia por una época que nunca vivieron pero que les ha sido presentada por demagogos como una edad dorada que puede ser repetida, si la voluntad del líder así lo ordena.

Una variante de tal fórmula fue aplicada por Nixon con éxito en la elección de 1968, al proclamar su candidatura como la del representante de la ley y del orden, el único capaz de enfrentar y arreglar a un país y a un mundo en crisis.

El discurso de Trump presenta una inquietante similitud las propuestas fascistas de los años anteriores a la segunda gran guerra. Cuando le dice al país que solo él sabe lo que está mal y que solo él puede arreglarlo, escucho el eco del discurso del Hitler de 1938, cuando como candidato aspiraba a ser el líder máximo de los alemanes.

La fantástica y xenofóbica idea de Trump (“construiremos el Muro!”), propuesta que lo ayudó a asegurar la nominación, continuará funcionando,mientras no exista en el electorado la inteligencia, fortaleza espiritual y la educación necesarias con las que poder reconocer la falacia y así negar la racionalidad o posibilidad de que tales cantos de sirena puedan realmente concretarse.

Trump alcanzó la candidatura por la imagen de éxito que proyectó, a través de ocho años, en un programa de reality (The Apprentice), y por el cuidadoso manejo que le dio a su imagen a lo largo de la campaña.

Pero esto no hubiera logrado el éxito si del otro lado no existiera una población golpeada por la inequidad y hastiada del discurso político tradicional.

A pesar de sus estrepitosos fracasos como empresario, sus bancarrotas, su evidente falta de conocimiento sobre el mundo, a pesar de su pomposidad y la costumbre de exagerar, mentir abiertamente o de expresar verdades a medias, un enorme número de personas lo identifican hoy como el antídoto a la mentira, a la venalidad y a la falta de visión de la política usual.

En este sentido, votar por Trump es utilizar el sufragio para castigar al Estado de la política tradicional.

Que no quede la menor duda, Trump tiene una clara oportunidad de ganar, porque ni la razón, ni el análisis, ni los hechos importan cuando el alma popular está mareada por la rabia que produce la percepción del abandono oficial injusto.

Un importante sector de la población estadounidense siente que ha sido convertido en una simple comparsa, esclavizada para sostener y celebrar intereses controlados por y para otros, pero paradójicamente no culpan a los capitalistas como Trump. Culpan a los políticos.

Este hecho nos revela que su sensación de injusticia no posee un fundamento ideológico sino emocional, y por eso quizás escapa al enfoque acostumbrado de un análisis estrictamente definido por la razón.

Trump, como lo han hecho los demagogos a través de las épocas, culpa a los “otros”, una denominación en código que responsabiliza a los negros, los latinos, los inmigrantes ilegales, los chinos, los europeos, los no verdaderamente “americanos” por el supuesto estado negativo del país.

La expectativa anhelada por este grupo, según la interpretación que para muchos Trump sugiere, representa una visión de organización social ideal, modelada por una sui géneris especie de apartheid nacional, que no dependa de la interacción mundial, aunque tal aislacionismo carezca de una posibilidad real de aplicación práctica.

“América primero” es primariamente el grito de los blancos que se sienten desplazados en su propia casa por intereses extraños y que añoran un regreso a los “buenos tiempos”, algo que en la narrativa republicana mítica es singularmente representado por la presidencia de Eisenhower y Nixon.

Pero en esta “nostalgia” no existe el análisis. En el revisionismo republicano que define a esos periodos, los negros ocupaban su lugar inferior sin protestar, los latinos éramos una indiferente minoría, América Latina hacía lo que Estados Unidos le exigía hacer y Europa estaba agradecidamente subordinada y era dependiente a los intereses yanquis.

El único y claro enemigo eran los soviéticos, y esos, bueno, esos también eran blancos, y “hablando (entre blancos) se entiende la gente”, por blancos, no por razonamientos.

En cada una de las manifestaciones del discurso de Trump, esas ideas se encontraban implícitas y nunca explícitas.

Su intención, como la de todo demagogo exitoso, fue la de dirigirse a una masa que entiende por el alma, no por el cerebro.

Por eso no veo a Trump debatiendo a Hillary Clinton antes de la próxima elección.

Imagino que piensa que no lo necesita, y sus consejeros seguramente tratarán de evitar un escenario en donde aparezca insultando a una mujer, ofendiendo con ello a un porcentaje electoral de importancia, sin el cual no podrá ganar en noviembre.

Además, Trump domina con la emoción, no con la razón. En un debate formal, con una rival de la inteligencia de Hillary Clinton, las inexactitudes, mentiras y exageraciones de Trump serían expuestas nacionalmente y su credibilidad, aun entre sus fanáticos, se vería afectada.

A pesar de los cuatro letreros que decían “Latinos para Trump” y de los tres o cuatro afroamericanos estratégicamente colocados para las cámaras, en una Convención completamente llena de anglosajones será difícil para Trump convencer a nuestra comunidad de que sus insultos dirigidos a los latinos, de adentro y de afuera, no fueron sinceros.

Tampoco creo que lo apoye la comunidad negra, luego de su continua descalificación de Barak Obama, empezando por su absurda afirmación de que nació en Kenya y de que es musulmán; a su desconocimiento del éxito del presidente en rescatar al país de la ruina económica heredada de las políticas del republicano George Bush, y de su éxito rebajando el desempleo al 4,9 por ciento.

Resultó patético su intento de integrar a la comunidad gay en su discurso. Lo único que pudo decir es que protegería a “la comunidad gay” de los ataques de los terroristas, refiriéndose a los sucesos de Orlando.

Pero se cuidó de mencionar que el verdadero problema en Estados Unidos para ese grupo es la homofobia, algo que justamente caracteriza a su partido.

Me pareció un faux pas su decisión de no aprovechar la oportunidad de exposición nacional para apoyar la demanda de respeto e igualdad ante la ley formuladas por el grupo LGBTI a nivel nacional, otro ejemplo de cómo Trump imita a los políticos tradicionales que denuncia.

Decir que luchará para impedir que terroristas musulmanes nuevamente ataquen a la comunidad LGBTI, como ocurrió en Orlando, en vez de pronunciarse claramente en contra de la homofobia que nacionalmente caracteriza el sentir de su propio partido me pareció un acto de monumental deshonestidad.

Imagino que la Convención Demócrata se encargará de rebatir con datos las exageraciones y mentiras vertidas por Trump.

Sin embargo, los charlatanes, los demagogos y los inescrupulosos siempre poseen una ventaja en este tipo de situaciones.

A Hillary Clinton, con un nivel de rechazo popular que solo supera Trump, no le bastará decir la verdad y aclarar las inconsistencias del candidato republicano. 

Tendrá que motivar a los votantes que no tiene y sostener el apoyo de los que posee, expresando una emoción que no sea sustentada por clichés y falsas memorias.

Y eso es más difícil para alguien que como ella ha permanecido distante e inescrutable por décadas, optando por definirse y distanciarse de sus rivales políticos con argumentos, y un discurso intelectual que no provoca reacciones en el pueblo derivadas de una identificación emocional con la honestidad de lo que se dice.

Demóstenes, el gran orador ateniense, al finalizar uno de sus debates con su archirrival Esquines recibió una gran ovación de parte del público.

Cuando Esquines finalizó su intervención atacando todo lo expresado por Demóstenes, también recibió un aplauso semejante. Alguien preguntó a Demóstenes cómo era posible que la gente aplaudiera con igual entusiasmo dos posiciones tan diametralmente opuestas.

Y él respondió: la gente siempre aplaudirá las cosas cuando son bien expresadas.

En el caso de Trump, espero que la gente preste atención a lo que dice, más allá de la emoción que sientan al verlo.

Porque este no es el momento para empezar a oír las cosas con los ojos.

¡Atención, orejas!

RUBÉN BLADES

Más leído