Con 67 años, ¿cuesta motivarse? Para nada. El cine es el principal medio en el que trabajo, y la actuación es mi vida, pero sería igual de feliz haciendo una obra de teatro o una serie de televisión. Mientras esté haciendo algo creativo… Siempre he querido pensar que soy como un escritor o un pintor. Y en esta vida te llega un número limitado de oportunidades para hacer cosas. Yo quiero seguir aprovechando todas las que me sea posible.
Dice que le gusta crear, pero no ha probado a dirigir. Dirigir es un tipo de creación que no me apetece explorar. No me gusta el control que requiere. Tienes que mirar las mismas cosas a diario, tienes que eliminar escenas, tienes que preocuparte de la música y de todos los aspectos de la producción. En ese tiempo puedo hacer cinco películas, así que no estoy interesado.
Este mes estrena La leyenda de Tarzán, donde una vez más forma parte de un reparto coral. ¿No echa de menos haber tenido más papeles protagonistas? No. Nunca me fijo en la envergadura del personaje dentro de la historia. Eso no es lo que me atrae del guion. No necesito que todo gire a mi alrededor. Me gustan los personajes que, al aparecer, mejoran el relato.
Jackson tiene dos pasiones innegociables en la vida plácida y extremadamente privada que se enorgullece de llevar entre Nueva York y Los Ángeles. Primero está el golf, hasta el punto de que suele añadir una cláusula en sus contratos que le permite jugar durante los rodajes. Luego está LaTanya Richardson, con la que lleva casado 36 años. La pareja tiene una hija, Zoe, de 34. Esto le convierte en un caso único de estabilidad doméstica y salud física y mental en Hollywood. Lejos quedan los tiempos de desbarres que le llevaron a una clínica de desintoxicación justo antes de rodar con Spike Lee Jungle fever (1991), donde encarnaba fielmente a un cocainómano.
Probablemente usted será recordado por sus películas con Quentin Tarantino, pero fue Spike Lee quien le dio sus primeras oportunidades. Trabajé mucho con Spike, pero siempre ha sido algo recíproco. Al principio nos ayudábamos mucho: él se rodeaba siempre de la misma gente y tuvo suerte de contar con personas muy bien formadas que veníamos del teatro. Sabíamos lo que había que hacer: Laurence Fishburne, Giancarlo Esposito, Bill Nunn y yo.
Todos habíamos trabajado antes de que llegara él e hicimos que sus películas fueran mejores. Tuvo suerte de contar con nosotros. Spike y yo tenemos una buena relación, pero sabe que con peores actores no hubiera tenido tanto éxito. Se lo digo todo el rato. Y él no es ciego; lo sabe
Cuando usted creció, admiraba a Sidney Poitier. ¿Le intimida pensar que existan hoy actores jóvenes que quieran ser como usted? Me gustaba Sidney porque deseaba encarnar personajes tan memorables como los suyos, pero no necesariamente seguir su mismo camino. Vine a Hollywood sin la más mínima idea de qué esperar ni de cómo manejarme porque venía del teatro. La gente suele tener planes y objetivos. Yo ni sabía cuál iba a ser mi camino ni cómo me tenía que comportar. Pero espero que si alguien se fija en mi carrera, estudie los personajes, las películas, las historias…
Hay que contar cosas importantes. Ahora muchos quieren ser famosos y ya. La fama tiene algo que ver en lo que hago, pero muy poco. No me hice famoso por ser polémico, guapo, simpático o musculoso, sino porque hice cosas que fueron entretenidas y culturalmente relevantes. La gente pagó por ver el trabajo que había hecho. La fama fue una consecuencia.
Han pasado 30 minutos y su publicista entra para advertir de que será la última pregunta, así que aprovechamos para saber si ha visto el vídeo recopilatorio de todos sus motherfuckers, versión especialmente soez de hijo de puta, la palabra con la que más se le asocia en versión original, hasta el punto que el director de Serpientes en el avión, en 2007, tuvo que improvisar una escena a pocas semanas del estreno en la que su personaje exclamaba la dichosa palabra. “¡Lo tengo guardado en mi móvil!”, responde. “Y no aparecen todos, ¿eh?”.